Roma antes de la caída del Imperio El Imperio Romano del siglo IV d. C. se extendía alrededor de la cuenca del Mar Mediterráneo, incluyendo la actual Turquía, Israel, Egipto y el norte de África. La Francia actual (llamada Galia) y la España y el Portugal de nuestros días pertenecían al Imperio Romano en su totalidad. La actual Inglaterra también era romana, mientras que Escocia e Irlanda eran bárbaras (no romanas o no civilizadas). Los ríos Rin y Danubio limitaban el imperio a septentrión. Las tierras al norte de estos ríos estaban habitadas por una variedad de pueblos de origen escandinavo a los que los romanos llamaban germanos. Roma tenía continuas escaramuzas con las tribus limítrofes que vivían al norte de los grandes ríos europeos. Ocasionalmente, los emperadores fuertes extendían el imperio más allá de estos ríos, mientras que los emperadores débiles tendían a perder esas tierras. El mayor rival organizado de los romanos era el Imperio Persa, al este, que ocupaba los actuales Siria, Irán, Iraq y Afganistán. Los persas eran los descendientes políticos de los partos, que se habían levantado contra los griegos tras la conquista de Alejandro y que, a partir de ese momento, habían resistido con éxito las invasiones romanas. Los romanos fueron una importante potencia durante más de 1000 años. Llevaron estabilidad, prosperidad y orden al Occidente civilizado. Construyeron excelentes carreteras que conectaban los límites más lejanos del imperio con la capital, Roma. En un principio, las carreteras se construyeron con fines militares, pero a la larga ayudaron a mejorar las comunicaciones y el comercio. La ley romana mantenía la paz interna mientras que entre 20 y 30 legiones defendían sus fronteras. Sin embargo, no todo era perfecto. Los emperadores ostentaban una autoridad absoluta. Con los buenos emperadores, esto no representaba un problema. Pero los incompetentes podían causar un grave daño. Las reglas de sucesión al trono no estaban claras, y el resultado solía ser guerras civiles que debilitaban el imperio. La burocracia encargada de manejarlo se volvía cada vez más corrupta, lo que aumentaba la insatisfacción de los ciudadanos. La riqueza del imperio estaba concentrada en manos de una minoría, mientras una numerosa población de esclavos realizaba la mayor parte del trabajo. Las fronteras eran inmensas y causaban problemas de recursos militares (500.000 soldados defendían una frontera que habría necesitado 3 millones para su defensa). Las conquistas romanas se habían detenido en el siglo II d. C., terminando así los cuantiosos ingresos provenientes del pillaje y los esclavos. Aumentaron los impuestos, y la producción disminuyó con el descenso de la mano de obra. Una plaga pudo haber acabado con el 20% de la población durante los siglos III y IV, empobreciendo aún más el comercio y la producción. A finales del siglo III, el Imperio Romano se dividió en el Imperio de Oriente y el de Occidente en un intento de facilitar su gobierno y mejorar sus defensas. En el 323, Constantino se convirtió en emperador de Oriente tras una guerra civil y estableció la capital en Bizancio, a la que rebautizó como Constantinopla. Durante el siglo posterior, las dos mitades del antiguo Imperio fueron adquiriendo una identidad diferenciada. Esto se debió principalmente a las distintas influencias que sufrían tanto desde el exterior como por parte de las culturas locales. El Imperio Occidental siguió siendo predominantemente latino, mientras que el Oriental adquirió una identidad predominantemente griega (a pesar de que siguieron llamándose romanos). El Imperio Romano de Oriente sobrevivió al cataclismo de los siglos III y IV debido a un mayor número de población (el 70 por ciento del total del Imperio), emperadores más competentes, mayores riquezas y un ejército y armada de mucha mejor calidad.